Catequesis de san Juan Pablo I del 13 de septiembre de 1978

La virtud teologal de la fe

Mi primer saludo va a mis hermanos los obispos que veo aquí presentes en gran número.

El Papa Juan, en unas notas que han sido incluso impresas, decía: “Esta vez he hecho el retiro sobre las siete lámparas de la santificación”. Siete virtudes quería decir, que son fe, esperanza, caridad, prudencia, justicia, fortaleza y templanza. A ver si hoy el Espíritu Santo ayuda al pobre Papa a explicar al menos una de estas lámparas, la primera, la fe.

Aquí en Roma ha habido un poeta, Trilussa, que también quiso hablar de la fe. En una de sus poesías ha dicho: “Aquella ancianita ciega que encontré la noche que me perdí en medio del bosque, me dijo: Si no conoces el camino, te acompaño yo que lo conozco. Si tienes el valor de seguirme, te iré dando voces de vez en cuando hasta el fondo, allí donde hay un ciprés, hasta la cima donde hay una cruz. Yo contesté: Puede ser… pero encuentro extraño que me pueda guiar quien no ve… Entonces la ciega me cogió de la mano y suspirando me dijo: ¡Anda!… Era la fe”.

Como poesía, tiene su gracia. En cuanto teología, es defectuosa. Porque cuando se trata de la fe el gran director de escena es Dios; pues Jesús ha dicho: ninguno viene a mí si el Padre mío no lo atrae. San Pablo no tenía la fe; es más, perseguía a los fieles. Dios le espera en el camino de Damasco: “Pablo —le dice— no pienses en encabritarte y dar coces como caballo desbocado. Yo soy Jesús a quien tú persigues. Tengo mis planes sobre ti. Es necesario que cambies”. Se rindió Pablo; cambió de arriba a abajo la propia vida. Después de algunos años escribirá a los filipenses: “Aquella vez, en el camino de Damasco, Dios me aferró; desde entonces no hago sino correr tras Él para ver si soy capaz de aferrarle yo también, imitándole y amándole cada vez más”.

Esto es la fe: rendirse a Dios, pero transformando la propia vida. Cosa no siempre fácil. Agustín ha narrado la trayectoria de su fe; especialmente las últimas semanas fue algo terrible; al leerlo casi se siente cómo su alma se estremece y se retuerce en luchas interiores. De este lado, Dios que lo llama e insiste; y de aquel, las antiguas costumbres, «viejas amigas—escribe él— que me tiraban suavemente del vestido de carne y me decían: “Agustín, pero ¿cómo?, ¿abandonarnos tú? Mira que ya no podrás hacer esto, ni podrás hacer aquello y, ¡para siempre!”». ¡Qué difícil! «Me encontraba en la situación de uno que está en la cama por la mañana. Le dicen: “¡Fuera, levántate, Agustín!”. Yo, en cambio, decía: “Sí, más tarde, un poquito más todavía”. Al fin, el Señor me dio un buen empujón y salí». Ahí está, no hay que decir: Sí, pero; sí, luego. Hay que decir: Sí, enseguida, Señor. Esta es la fe. Responder con generosidad al Señor. Pero, ¿quién dice este sí? El que es humilde y se fía enteramente de Dios.

Mi madre me solía decir cuando empecé a ser mayor: de pequeño estuviste muy enfermo; tuve que llevarte de médico en médico y pasarme en vela noches enteras; ¿me crees? ¿Cómo podía contestarle, mamá, no te creo? Claro que te creo, creo lo que me dices, y sobre todo te creo a ti. Así sucede con la fe. No se trata sólo de creer las cosas que Dios ha revelado, sino creerle a Él, que merece nuestra fe, que nos ha amado tanto y ha hecho tanto por amor nuestro.

Claro que es difícil también aceptar algunas verdades, porque las verdades de la fe son de dos clases: unas, agradables; otras son duras a nuestro espíritu. Por ejemplo, es agradable oír que Dios tiene mucha ternura con nosotros, más ternura aún que la de una madre con sus hijos, como dice Isaías. Qué agradable es esto y qué acorde con nuestro modo de ser.

Un gran obispo francés, Dupanloup, solía decir a los rectores de seminarios: Con los futuros sacerdotes sed un padre, sed una madre. Esto agrada. En cambio ante otras verdades, sentimos dificultad. Dios debe castigarme si me obstino; me sigue, me suplica que me convierta, y yo le digo: ¡no!; y así casi le obligo yo mismo a castigarme. Esto no gusta. Pero es verdad de fe.

Hay, además, otra dificultad, la Iglesia. San Pablo preguntó: ¿Quién eres, Señor? Soy ese Jesús a quien tú persigues. Una luz, un relámpago le pasó por la inteligencia. Yo no persigo a Jesús, ni siquiera lo conozco; persigo a los cristianos, eso sí. Se ve que Jesús y los cristianos, Jesús y la Iglesia, son una misma cosa: indivisible, inseparable.

Leed a San Pablo: Corpus Christi quod est Ecclesia. Cristo y Iglesia son una sola cosa. Cristo es la Cabeza, nosotros, la Iglesia, somos sus miembros. No es posible tener fe y decir creo en Jesús, acepto a Jesús, pero no acepto la Iglesia. Hay que aceptar la Iglesia, tal como es; y ¿cómo es esta Iglesia? El Papa Juan la ha llamado Mater et Magistra, maestra también. San Pablo ha dicho: “Nos acepte cada uno como ayudantes de Cristo, y administradores y dispensadores de sus misterios”.

Cuando el pobre Papa y cuando los obispos y los sacerdotes presentan la doctrina, no hacen más que ayudar a Cristo. No es una doctrina nuestra, es la de Cristo, sólo tenemos que custodiarla y presentarla.

Yo estaba presente cuando el Papa Juan inauguró el Concilio el 11 de octubre de 1962. Entre otras cosas, dijo: “Esperamos que con el Concilio la Iglesia dé un salto hacia delante”. Todos lo esperábamos. Un salto hacia adelante, pero ¿por qué caminos? Lo dijo enseguida: sobre las verdades ciertas e inmutables. Ni siquiera le pasó por la cabeza al Papa Juan que eran las verdades las que tenían que caminar, ir hacia adelante, y después cambiar, poco a poco. Las verdades están ahí; nosotros debemos andar por el camino de estas verdades, entendiéndolas cada vez mejor, poniéndonos al día, presentándolas de forma adecuada a los nuevos tiempos.

También el Papa Pablo tenía la misma preocupación. Lo primero que hice en cuanto fui Papa, fue entrar en la capilla privada de la Casa Pontificia; en ella, al fondo, el Papa Pablo hizo colocar dos mosaicos, uno de San Pedro y otro de San Pablo: San Pedro muriendo y San Pablo muriendo también. Pero debajo de San Pedro figuran estas palabras de Jesús: “Oraré por ti, Pedro, para que no desfallezca tu fe”. Y debajo de San Pablo, que está recibiendo el golpe de la espada: “He cumplido mi carrera, he conservado la fe”. Ya sabéis que en el último discurso del 29 de junio pasado, Pablo VI dijo: Después de quince años de pontificado puedo dar gracias al Señor porque he defendido la fe y la he conservado.

También es madre la Iglesia. Si es continuadora de Cristo y Cristo es bueno, también la Iglesia debe ser buena, buena con todos; pero ¿y si se diera el caso de que alguna vez hubiera gente mala en la Iglesia? Nosotros tenemos madre. Si una madre está enferma, si mi madre se quedase coja, yo la querría todavía más. Lo mismo en la Iglesia: si existen defectos y faltas —y existen— jamás debe disminuir nuestro amor a la Iglesia.

Ayer —y con esto termino— me mandaron el número de Città Nuova: he visto que reproducen, grabado, un discurso mío muy breve, con este episodio: Un predicador inglés, Mac Nabb, hablando en Hyde Park, se había referido a la Iglesia. Al terminar, uno pide la palabra y dice: Bonito lo que ha dicho. Pero yo conozco algunos sacerdotes católicos que no han estado con los pobres y se han hecho ricos. Conozco también maridos católicos que han traicionado a su mujer. No me gusta esta Iglesia formada por pecadores. El Padre le dijo: Tiene algo de razón. Pero ¿puedo hacer una objeción? —Veamos .—Perdone, pero si no me equivoco, lleva el cuello de la camisa un poco sucio. —Sí, lo reconozco.—Pero ¿está sucio porque no ha empleado jabón o porque ha utilizado el jabón y no ha servido para nada? —No, no he usado jabón.

Pues bien, la Iglesia católica tiene un jabón excelente: evangelio, sacramentos, oración; evangelio leído y vivido, sacramentos celebrados del modo debido y oración bien hecha, serían un jabón maravilloso capaz de hacernos santos a todos. No somos todos santos por no haber utilizado bastante este jabón.

Procuremos responder a las esperanzas de los Papas que han convocado y aplicado el Concilio, el Papa Juan y el Papa Pablo. Tratemos de mejorar la Iglesia haciéndonos más buenos nosotros. Cada uno de nosotros y toda la Iglesia podría recitar la oración que yo tengo costumbre de decir: Señor, tómame como soy, con mis defectos, con mis faltas, pero hazme como tú me deseas.

Debo decir también una palabra a nuestros queridos enfermos, que veo aquí.

Lo sabéis, Jesús lo ha dicho: me escondo tras ellos; lo que a ellos se hace, a mí se me hace. Por tanto, en sus personas veneramos al Señor mismo, y les deseamos que el Señor esté cerca de ellos, les ayude y los sostenga.

A la derecha, en cambio, están los recién casados. Han recibido un gran sacramento; deseémosles que el sacramento recibido sea de verdad portador no sólo de bienes materiales, sino más aún de gracias espirituales. El siglo pasado había en Francia un profesor insigne, Federico Ozanam; enseñaba en la Sorbona, era elocuente, estupendo. Tenía un amigo, Lacordaire, que solía decir: “¡Este hombre es tan estupendo y tan bueno que se hará sacerdote y llegará a ser todo un obispo!” Pero no. Encontró a una señorita excelente y se casaron. A Lacordaire no le sentó bien y dijo: «¡Pobre Ozanam! ¡También él ha caído en la trampa!». Dos años después, Lacordaire vino a Roma y fue recibido por Pío IX; «Venga, venga, padre, —le dijo— yo siempre había oído decir que Jesús instituyó siete sacramentos: ahora viene Ud., me revuelve las cartas y me dice que ha instituido seis sacramentos y una trampa. No, padre, el matrimonio no es una trampa, es un sacramento muy grande».

Con estos deseos, damos la enhorabuena a estos queridos recién casados; ¡que Dios los bendiga!

Texto extraído de la web Vatican.va https://www.vatican.va/content/john-paul-i/es/audiences/documents/hf_jp-i_aud_13091978.html [Fecha de extracción 3 de mayo de 2023]


Catequesis de san Juan Pablo I del 20 de septiembre de 1978

La virtud teologal de la esperanza

Para el Papa Juan, la segunda entre las siete “lámparas de la santificación” era la esperanza. Hoy voy a hablaros de esta virtud, que es obligatoria para todo cristiano.

Dante, en su Paraíso (cantos 24, 25 y 26) imaginó que se presentaba a un examen de cristianismo. El tribunal era de altos vuelos. «¿Tienes fe?», le pregunta, en primer lugar, San Pedro. «¿Tienes esperanza?», continúa Santiago. «¿Tienes caridad?», termina San Juan. «Sí, —responde Dante tengo fe, esperanza y caridad». Lo demuestra y pasa el examen con la máxima calificación.

He dicho que la esperanza es obligatoria; pero no por ello es fea o dura. Más aún, quien la vive, viaja en un clima de confianza y abandono, pudiendo decir con el salmista: “Señor, tú eres mi roca, mi escudo, mi fortaleza, mi refugio, mi lámpara, mi pastor, mi salvación. Aunque se enfrentara a mí todo un ejército, no temerá mi corazón; y si se levanta contra mí una batalla, aun entonces estaré confiado”.

Diréis quizá: ¿No es exageradamente entusiasta este salmista? ¿Es posible que a él le hayan salido siempre bien todas las cosas? No, no le salieron bien siempre. Sabe también, y lo dice, que los malos son muchas veces afortunados y los buenos oprimidos. Incluso se lamentó de ello alguna vez al Señor. Hasta llegó a decir: “¿Por qué duermes, Señor? ¿Por qué callas? Despiértate, escúchame, Señor”. Pero conservó la esperanza, firme e inquebrantable. A él y a todos los que esperan, se puede aplicar lo que de Abrahán dijo San Pablo: «Creyó esperando contra toda esperanza» (Rom. 4, 18.

Diréis todavía: ¿Cómo puede suceder esto? Sucede, porque nos agarramos a tres verdades: Dios es omnipotente, Dios me ama inmensamente, Dios es fiel a las promesas. Y es Él, el Dios de la misericordia, quien enciende en mí la confianza; gracias a Él no me siento solo, ni inútil, ni abandonado, sino comprometido en un destino de salvación, que desembocará un día en el Paraíso.

He aludido a los Salmos. La misma segura confianza vibra en los libros de los Santos. Quisiera que leyerais una homilía predicada por San Agustín un día de Pascua sobre el Aleluya. El verdadero Aleluya —dice más o menos— lo cantaremos en el Paraíso. Aquél será el Aleluya del amor pleno; éste de acá abajo, es el Aleluya del amor hambriento, esto es, de la esperanza.

Alguno quizá diga: Pero, ¿si soy un pobre pecador? Le responderé como respondí, hace muchos años, a una señora desconocida que vino a confesarse conmigo. Estaba desalentada, porque —decía— había tenido una vida moralmente borrascosa. ¿Puedo preguntarle —le dije— cuántos años tiene? —Treinta y cinco. —¡Treinta y cinco! Pero usted puede vivir todavía otros cuarenta o cincuenta años y hacer un montón de cosas buenas. Entonces, arrepentida como está, en vez de pensar en el pasado, piense en el porvenir y renueve, con la ayuda de Dios, su vida. Cité en aquella ocasión a San Francisco de Sales, que habla de “nuestras queridas imperfecciones”. Y expliqué: Dios detesta las faltas, porque son faltas. Pero, por otra parte, ama, en cierto sentido, las faltas en cuanto le dan ocasión a Él de mostrar su misericordia y a nosotros de permanecer humildes y de comprender también y compadecer las faltas del prójimo.

No todos comparten esta simpatía por la esperanza. Nietzsche, por ejemplo, la llama “virtud de los débiles”; haría del cristiano un ser inútil, apartado, resignado, extraño al progreso del mundo. Otros hablan de “alienación”, que mantendría a los cristianos al margen de la lucha por la promoción humana. Pero «el mensaje cristiano —ha dicho el Concilio—, lejos de apartar a los hombres de la tarea de edificar el mundo…, les compromete más bien a ello con una obligación más exigente» (Gaudium et spes, núm. 34, cf. núm. 39 y 57, así como el Mensaje al mundo de los Padres Conciliares, del 20 octubre 1962).

Han ido también surgiendo de vez en cuando en el transcurso de los siglos afirmaciones y tendencias de cristianos demasiado pesimistas en relación con el hombre. Pero tales afirmaciones han sido desaprobadas por la Iglesia y olvidadas gracias a una pléyade de Santos alegres y activos, al humanismo cristiano, a los maestros ascéticos a quienes Saint-Beuve llamó “les doux”, y a una teología comprensiva. Santo Tomás de Aquino, por ejemplo, incluye entre las virtudes la jucunditas, o sea, la capacidad de convertir en una alegre sonrisa —en la medida y modo convenientes— las cosas oídas y vistas (cf. II-II, q. 168 a. 2). Gracioso, en este sentido —explicaba yo a mis alumnos— era aquel albañil irlandés, que se cayó del andamio y se rompió las piernas. Conducido al hospital, acudieron el doctor y la religiosa enfermera. «Pobrecito —dijo ésta última— os habéis hecho daño al caer». A lo que respondió el herido: «No Madre; no ha sido al caer, ha sido al llegar a tierra cuando me he hecho daño» Declarando virtud al bromear y hacer sonreír, Santo Tomás se colocaba en la línea de la «alegre nueva» predicada por Cristo, de la hilaritas recomendada por San Agustín; derrotaba al pesimismo, vestía de gozo la vida cristiana, nos invitaba a animarnos con las alegrías sanas y puras que encontramos en nuestro camino.

Cuando yo era muchacho, leí algo sobre Andrew Carnegie, un escocés que marchó, con sus padres, a América, donde poco a poco llegó a ser uno de los hombres más ricos del mundo. No era católico, pero me impresionó el hecho de que hablara insistentemente de los gozos sanos y auténticos de su vida. «Nací en la miseria —decía—, pero no cambiaría los recuerdos de mi infancia por los de los hijos de los millonarios. ¿Qué saben ellos de las alegrías familiares, de la dulce figura de la madre que reúne en sí misma las funciones de niñera, lavandera, cocinera, maestro, ángel y santa?» Se había empleado, muy joven, en una hilandería de Pittsburg, con un estipendio de 56 miserables liras mensuales. Una tarde, en vez de pagarle enseguida, el cajero le dijo que esperase. Carnegie temblaba: «Ahora me despiden», pensó. Por el contrario, después de pagar a los demás, el cajero le dijo: «Andrew, he seguido atentamente tu trabajo y he sacado en conclusión que vale más que el de los otros. Te subo la paga a 67 liras» Carnegie volvió corriendo a su casa, donde la madre lloró de contento por la promoción del hijo. «Habláis de millonarios —decía Carnegie muchos años después—; todos mis millones juntos no me han dado jamás la alegría de aquellas once liras de aumento»

Ciertamente, estos goces, aun siendo buenos y estimulantes, no deben ser supervalorados. Son algo, no todo; sirven como medio, no son el objetivo supremo, no duran siempre, sino poco tiempo. «Usen de ellos los cristianos —escribía San Pablo— como si no los usaran, porque la escena de este mundo es transitoria» (cf. 1Cor 7, 31). Cristo había dicho ya: « Buscad ante todo el reino de Dios» (Mt 6, 33).

Para terminar, quisiera referirme a una esperanza, que algunos proclaman como cristiana, pero que es sólo cristiana hasta cierto punto.

Me explicaré. En el Concilio, también yo voté el «Mensaje al mundo» de los Padres Conciliares. Decíamos allí: la tarea principal de divinizar no exime a la Iglesia de la tarea de humanizar. También voté la Gaudium et spes; me conmoví luego y me entusiasmé cuando salió la Populorum Progressio. Creo que el Magisterio de la Iglesia jamás insistirá suficientemente en presentar y recomendar las soluciones de los grandes problemas de la libertad, de la justicia, de la paz, del desarrollo. Y los seglares católicos nunca lucharán suficientemente por resolver estos problemas. Es un error, en cambio, afirmar que la liberación política, económica y social coincide con la salvación en Jesucristo; que el Regnum Dei se identifica con el Regnum hominis; que Ubi Lenin, ibi Jerusalem.

En Friburgo, durante la 85 reunión del Katholikentag, se ha hablado hace pocos días sobre el tema «el futuro de la esperanza» Se hablaba del «mundo» que había de mejorarse y la palabra «futuro» encajaba bien. Pero si de la esperanza para el «mundo» se pasa a la que afecta a cada una de las almas, entonces hay que hablar también de «eternidad»

En Ostia, a la orilla del mar, en un famoso coloquio, Agustín y su madre Mónica, «olvidados del pasado y mirando hacia el porvenir, se preguntaban lo que sería la vida eterna» (Confess. IX núm. 10) Ésta es esperanza cristiana; a esa esperanza se refería el Papa Juan y a ella nos referimos nosotros cuando, con el catecismo, rezamos: «Dios mío, espero en vuestra bondad… la vida eterna y las gracias necesarias para merecerla con las buenas obras que debo y quiero hacer. Dios mío, que no quede yo confundido por toda la eternidad»

Texto extraído de la web Vatican.va https://www.vatican.va/content/john-paul-i/es/audiences/documents/hf_jp-i_aud_20091978.html [Fecha de extracción 3 de mayo de 2023]


Catequesis de san Juan Pablo I del 27 de septiembre de 1978

La virtud teologal de la caridad

«Dios mío, con todo el corazón y por encima de todo os amo a Vos, bien infinito y felicidad eterna nuestra; por amor vuestro amo al prójimo como a mí mismo y perdono las ofensas recibidas. Señor, haced que os ame cada vez más» Es una oración muy conocida entretejida con frases bíblicas. Me la enseñó mi madre. La rezo varias veces al día también ahora; y trataré de explicárosla palabra por palabra como lo haría un catequista de la parroquia.

Estamos en la «tercera lámpara de la santificación» de que hablaba el Papa Juan: la caridad.

Amo. En clase de filosofía, el profesor me decía: ¿Conoces el campanario de San Marcos? ¿Sí? Esto significa que éste ha entrado de alguna manera en tu mente; físicamente sigue estando donde estaba, pero ha impreso en tu interior una especie de retrato suyo intelectual. En cambio, ¿amas el campanario de San Marcos? Esto quiere decir que ese retrato te empuja desde dentro y te mueve, casi como que te lleva, te hace caminar con el alma hacia el campanario que está fuera. Resumiendo: amar significa viajar, correr con el corazón hacia el objeto amado. Dice la Imitación de Cristo: el que ama currit, volat, laetatur, corre, vuela, disfruta ( I. III, cap. V, 4).

Amar a Dios es, por tanto, viajar con el corazón hacia Dios. Un viaje precioso. De muchacho me entusiasmaban los viajes narrados por Julio Verne («Veinte mil leguas de viaje submarino», «De la tierra a la luna», «La vuelta al mundo en 80 días», etc). Pero los viajes del amor a Dios son mucho más interesantes. Están contados en las vidas de los santos. Por ejemplo, San Vicente de Paúl, cuya fiesta celebramos hoy, es un gigante de la caridad: amó a Dios como se ama a un padre y a una madre; él mismo fue un padre para prisioneros, enfermos, huérfanos y pobres. San Pedro Claver, consagrándose enteramente a Dios, se firmaba “Pedro, esclavo de los negros para siempre”.

El viaje comporta a veces sacrificios, pero éstos no nos deben detener. Jesús está en la cruz: ¿lo quieres besar? No puedes por menos de inclinarte hacia la cruz y dejar que te puncen algunas espinas de la corona, que tiene la cabeza del Señor (cf. Sales, Oeuvres, Annecy, t. XXI, pág. 153) No puedes hacer lo que el bueno de San Pedro que supo muy bien gritar «Viva Jesús» en el monte Tabor, donde había gozo, pero ni siquiera se dejó ver junto a Jesús en el monte Calvario, donde había peligro y dolor (cf. Sales, Oeuvres, t. XV, pág. 140)

El amor a Dios es también viaje misterioso: es decir, uno no lo emprende si Dios no toma la iniciativa primero. “Nadie —ha dicho Jesús— puede venir a mí si el Padre no le atrae” (Jn 6, 44). Se preguntaba San Agustín: y entonces ¿dónde queda la libertad humana? Pero Dios que ha querido y construido esta libertad, sabe cómo respetarla aun llevando los corazones al punto que Él se propone: parum est voluntate, etiam voluptate traheris, Dios te atrae no sólo de modo que tú mismo llegues a quererlo, sino hasta de manera que gustes de ser atraído (San Agustín, In Io. Evang. Tr. 26, 4)

Con todo el corazón. Subrayo aquí el adjetivo «todo». El totalitarismo en política es malo. En cambio, en religión nuestro totalitarismo respecto a Dios cuadra estupendamente.

Está escrito: «Amarás a Yavé, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas, y llevarás muy dentro del corazón todos estos mandamientos que yo hoy te doy. Incúlcaselos a tus hijos, y cuando estés en tu casa, cuando viajes, cuando te acuestes, cuando te levantes, habla siempre de ellos. Átatelos a tus manos, para que te sirvan de señal; póntelos en la frente entre tus ojos; escríbelos en los postes de tu casa y en tus puertas» (Deut. 6, 5-9)

Ese «todo» repetido y aplicado a la práctica con toda insistencia es de verdad la bandera del maximalismo cristiano. Y es justo: demasiado grande es Dios, demasiado merece Él ante nosotros, para que se le puedan echar, como a un pobre Lázaro, apenas unas migajas de nuestro tiempo y de nuestro corazón. Es el bien infinito y será nuestra felicidad eterna: el dinero, los placeres y las venturas de este mundo comparados con Él, apenas son fragmentos de bien y momentos fugaces de felicidad.

No sería prudente dar mucho de nosotros a estas cosas y poco a Jesús.

Por encima de todo. Ahora se aboca a una confrontación directa entre Dios y el hombre, entre Dios y el mundo.

No sería exacto decir: «O Dios o el hombre». Se debe amar «a Dios y al hombre»; pero a este último nunca más que a Dios o contra Dios o igual que a Dios. En otras palabras: el amor a Dios es prevaleciente sin duda, pero no exclusivo.

La Biblia llama santo a Jacob (Dan 3, 35) y amado de Dios (Mal 1, 2; Rom 9, 13), nos lo presenta empeñado en siete años de trabajo a fin de conquistarse a Raquel para mujer suya; « y aquellos años le parecieron sólo unos días por el amor que le tenía » (Gén 29,20).

Francisco de Sales hace un comentario breve de estas palabras: «Jacob —escribe—ama a Raquel con todas sus fuerzas, y con todas sus fuerzas ama a Dios; pero no por ello ama a Raquel igual que a Dios, ni a Dios igual que a Raquel. Ama a Dios como a su Dios sobre todas las cosas y más que a sí mismo; ama a Raquel como a mujer suya sobre todas las demás mujeres y más que a sí mismo. Ama a Dios con amor absoluto y soberanamente extremo, y a Raquel con sumo amor conyugal; un amor no es contrario al otro, porque el de Raquel no atropella las prerrogativas del amor de Dios» (Oeuvres, t. V, pág. 175)

Por amor vuestro amo al prójimo. Estamos aquí ante dos amores que son «hermanos gemelos» e inseparables.

A algunas personas es fácil amarlas; a otras, difícil; no nos resultan simpáticas, nos han ofendido y hecho daño; sólo si amo a Dios en serio, llego a amarlas, en cuanto que son hijos de Dios y porque Dios me lo pide.

Jesús ha señalado también cómo amar al prójimo, o sea, no sólo con el sentimiento, sino también con las obras. Éste es el modo, dijo. Os preguntaré: tenía hambre en la persona de mis hermanos pequeños; ¿me habéis dado de comer cuando estaba hambriento? ¿Me habéis visitado cuando estaba enfermo? (cf. Mt 25, 34 ss.)

El catecismo concreta éstas y otras palabras de la Biblia en el doble elenco de las siete obras de misericordia corporales y las siete espirituales.

El elenco no está completo y haría falta ponerlo al día. Por ejemplo, entre los hambrientos hoy no se trata ya sólo de este o aquel individuo; hay pueblos enteros. Todos recordamos las graves palabras del Papa Pablo VI: «Con lastimera voz los pueblos hambrientos interpelan a los que abundan en riquezas. Y la Iglesia, conmovida ante tales gritos de angustia, llama a todos y cada uno de los hombres para que movidos por amor respondan finalmente al clamor de los hermanos» (Populorum progressio, 3) Aquí a la caridad se añade la justicia, porque —sigue diciendo Pablo VI— «la propiedad privada para nadie constituye un derecho incondicional y absoluto. Nadie puede reservarse para uso exclusivo suyo lo que de la propia necesidad le sobra, en tanto que a los demás falta lo necesario» (Populorum progressio, 22) Por consiguiente «toda carrera aniquiladora de armamentos resulta un escándalo intolerable» (Populorum progressio, 53).

A la luz de estas expresiones tan fuertes se ve cuán lejanos estamos todavía —individuos y pueblos— de amar a los demás «como a nosotros mismos», según el mandamiento de Jesús.

Otro mandamiento: perdón de las ofensas recibidas. A este perdón parece que el Señor casi da precedencia sobre el culto: «Si vas, pues, a presentar una ofrenda ante el altar y allí te acuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar, ve primero a reconciliarte con tu hermano y luego vuelve a presentar tu ofrenda» (Mt 5, 23-24)

Las últimas palabras de la oración son: Señor, que os ame cada vez más. También aquí hay obediencia a un mandamiento de Dios, que ha puesto en nuestro corazón la sed del progreso.

De los palafitos, las cavernas y las primeras cabañas, hemos pasado a las casas, los palacios y los rascacielos; de los viajes a pie o a lomos de mulo o de camello, a los coches, los trenes y los aviones. Y se desea progresar todavía más con medios cada vez más rápidos, alcanzando metas cada vez más lejanas. Pero amar a Dios —ya lo hemos visto— es también un viaje: y Dios lo quiere cada vez más intenso y perfecto. Ha dicho a todos los suyos: «Vosotros sois la luz del mundo, la sal de la tierra» (cf. Mt 5, 13-14); «sed, pues, perfectos como perfecto es vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48).

Esto quiere decir amar a Dios no poco, sino muchísimo; no detenerse en el punto a que se ha llegado, sino con su ayuda avanzar en el amor.

Texto extraído de la web Vatican.va https://www.vatican.va/content/john-paul-i/es/audiences/documents/hf_jp-i_aud_27091978.html [Fecha de extracción 3 de mayo de 2023]